diversidad teológica.

Orientación sexual E Identidad, ¿Diversidad Teológica?

Silencio institucional y diversidad teológica

No existe un tema más polarizante en las denominaciones cristianas contemporánea que la sexualidad humana y las cuestiones relacionadas con la identidad de género. Tanto en Estados Unidos como en Puerto Rico, este debate ha provocado divisiones profundas y un fenómeno alarmante: el silencio institucional bajo la bandera de la “diversidad teológica”.

Por años, muchas denominaciones fieles al consejo de la Palabra han evitado pronunciarse con claridad, asumiendo que guardar silencio era prudente y útil para mantener la unidad. Sin embargo, ese silencio se ha convertido en nuestro talón de Aquiles, un terreno fértil para que ideologías ajenas al cristianismo bíblico usurpen la identidad doctrinal de nuestras iglesias.

Se suele hablar de diversidad teológica, y de hecho la iglesia ha florecido históricamente en medio de una sana diversidad: un esfuerzo honesto por comprender y aplicar las Escrituras desde distintas perspectivas, sin negar los fundamentos esenciales de la fe ni comprometer la autoridad de la Palabra o las doctrinas centrales del evangelio. Como nos recuerda la Escritura: “contended ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Jud 1:3). No obstante, cuando se habla de sexualidad humana y relaciones de género, muchos cristianos parecen estar dispuesto a sacrificar la integridad doctrinal en el altar de la diversidad teológica.

La Escritura establece un orden de la creación que la iglesia no puede ignorar ni redefinir bajo la excusa de pluralidad de pensamientos. Desde Génesis, Dios crea al ser humano varón y hembra, bendiciéndolos con el mandato de fructificar y multiplicarse (Gn 1:27–28). El deseo sexual fue dado por Dios como algo bueno, destinado a unir al hombre y la mujer en un pacto de amor y fidelidad dentro del matrimonio (Gn 2:24; Mt 19:5–6). Esta unión tiene una dimensión espiritual y refleja el vínculo entre Cristo y su iglesia (Ef 5:31–32), siendo además naturalmente abierta a la procreación como parte del plan divino. Separar el deseo sexual de la unión matrimonial o cerrarla intencionalmente a la posibilidad de dar vida contradice el diseño del Creador. 

Por ello, cuando se intenta presentar como “diversidad” cualquier enseñanza que rompa esta conexión entre deseo, unión y procreación, no estamos ante una legítima diferencia de perspectivas teológicas, sino frente a una distorsión del orden creacional establecido por Dios. Esta redefinición no edifica a la iglesia ni fortalece la unidad en la fe; más bien, corrompe y confunde la doctrina fundamental sobre lo que significa ser creados como varón y hembra a imagen de Dios.

Al analizar cómo estas ideas se han infiltrado en la iglesia, resulta evidente que la estrategia de la usurpación ha sido cuidadosamente diseñada. En lugar de formar nuevas expresiones eclesiales acordes con sus convicciones, ciertos movimientos han elegido la infiltración de instituciones históricamente ortodoxas. Los seminarios y centros de capacitación ministerial han sido el epicentro de estas incursiones ideológicas. 

A pesar de recibir apoyo financiero de denominaciones históricamente conservadoras, muchos seminarios se han convertido en centros de adoctrinamiento progresivo. En lugar de cumplir con su misión de formar pastores firmes en las convicciones bíblicas y en la identidad doctrinal de sus denominaciones, han adoptado currículos homogéneos que desprecian el ethos evangélico. Esto ha llevado a que numerosos candidatos al ministerio asuman que, para ser considerados intelectuales o teológicamente sofisticados, deben alinearse con el liberalismo teológico, alejándose cada vez más de la fidelidad a la Palabra.

Dicho semillero ideológico ha dado frutos amargos: púlpitos teológicamente desconectados a la idiosincracia evangélica y homilías carentes de la “vitamina doctrinal” necesaria para proclamar fielmente aspectos medulares del evangelio.

Esta confluencia ha sido la “tormenta perfecta” que ha dejado a muchas denominaciones evangélicas sin herramientas para responder al fuerte cabildeo de activistas progresistas, quienes han intentado desplazar el fundamento doctrinal de nuestras congregaciones. Irónicamente, muchos protestantes conservadores hoy encuentran mayor claridad doctrinal en la Iglesia Católica en asuntos de sexualidad que en las mismas instituciones evangélicas que los formaron.

El resultado ha sido la aparición de facciones que buscan rediseñar la doctrina cristiana a imagen de ideologías modernas. Se trata de una estrategia deshonesta, pues muchos de estos “líderes” ingresaron a sus denominaciones conociendo las posturas bíblicas sobre sexualidad, solo para desmantelarlas desde adentro. 

Un ejemplo claro es la Iglesia Presbiteriana de EE.UU. (PCUSA), que recientemente aprobó dos enmiendas estratégicas en su Libro de Orden. La primera prohíbe la «discriminación» por concepto de “orientación sexual” e “identidad de género”. 

Aunque la aprobación fue mayoritaria, ignora una realidad dolorosa: durante la última década, esta denominación sufrió una depuración sistemática de congregaciones conservadoras, provocando la mayor merma en su historia. La supuesta “diversidad teológica” se ha convertido así en un totalitarismo eclesial. La segunda enmienda exige que los candidatos a ordenación justifiquen su posición en relación a la política de no discriminación, estableciendo un sesgo institucional en contra de candidatos conservadores que aborden este proceso.

Ante este panorama, es natural que surja un impulso reaccionario que nos lleve a adoptar posturas apologéticas firmes frente a estas innovaciones ideológicas, y con razón. Defender la enseñanza bíblica es necesario. Pero esa reacción debe complementarse con acción constructiva: necesitamos fortalecer las relaciones matrimoniales dentro de nuestras congregaciones y denominaciones.

No es un secreto que los indicadores sociales muestran tasas de matrimonio y divorcio interesantes. Según datos estimados para 2025, alrededor del 41 % de los primeros matrimonios en EE.UU. terminan en divorcio, mientras que los segundos suelen fracasar en un 60–67 %, y los terceros en un 70–73 % (fuente 1, fuente 2). Estudios longitudinales indican que la participación constante en la iglesia reduce la probabilidad de divorcio entre 25% y 50% (fuente 3, fuente 4). Aunque algunos informes sugieren que los evangélicos pueden tener tasas de divorcio similares a la población general, estas estadísticas suelen incluir a cristianos nominales poco comprometidos. Quienes participan activamente y asisten regularmente a la iglesia parecen experimentar mayor estabilidad conyugal (fuente 5).

Ante esta realidad, romper el silencio no basta. Tenemos la responsabilidad de (a) impulsar un movimiento reconciliador que fortalezca el matrimonio como institución esencial dentro de la iglesia, (b) prepare a los jóvenes para enfrentar con integridad y visión evangélica los desafíos de una cultura cambiante, y (c) promueva una pastoral proactiva capaz de acompañar a las parejas en riesgo, equilibrando la enseñanza teológica con la misericordia y fomentando un discipulado auténtico tanto en los hogares como en la comunidad de fe.

Sin embargo, este esfuerzo requiere un enfoque más amplio.

Primero, es indispensable re-evaluar el apoyo financiero a centros de preparación ministerial y seminarios que no cumplen con las expectativas doctrinales de sus denominaciones. No es posible mantener la integridad doctrinal de la iglesia si las instituciones encargadas de formar a sus líderes socavan su identidad confesional.

Segundo, se necesita una preparación estratégica de un liderazgo generacional con la fuerza, el tiempo y la visión necesarios para contrarrestar los avances ideológicos de facciones liberales que buscan redefinir el ethos evangélico desde dentro. Esta tarea exige inversión en formación, discipulado y mentoría, para que nuevas generaciones de pastores y líderes puedan defender la fe “que ha sido una vez dada a los santos” (Jud 1:3).

Finalmente, es urgente el establecimiento de ministerios de apoyo y restauración para personas afectadas por la disforia de género y la confusión en torno a la orientación sexual. La iglesia no puede limitarse a responder doctrinalmente; debe también ofrecer acompañamiento pastoral, discipulado y espacios de sanidad donde quienes luchan con estas realidades puedan experimentar la misericordia transformadora de Cristo.

Por eso, este debate no puede terminar aquí, en el plano institucional. Es necesario hablarle también a las personas que están en medio de estas discusiones—hombres y mujeres que buscan claridad y solidaridad en medio de sus luchas—porque la iglesia no puede hablar de doctrina sin hablar de personas.

Reconozco que la vergüenza ha sido una realidad en la experiencia de muchos. Históricamente, las iglesias han tendido a señalar los pecados sexuales con juicio público mientras pasan por alto otros pecados graves como la avaricia o la deshonestidad. Esa inconsistencia ha alimentado el dolor y el aislamiento de muchos. Hay que entender que doctrinas cónsonas con el evangelio de Jesucristo puede ser enseñadas en formas que promuevan la denigración en lugar de la restauración del prójimo; Jesús denunció ese mismo espíritu en los fariseos (Mt 23).

La enseñanza bíblica no busca deshumanizar a nadie. Como declara la Escritura: “Dios creó al hombre a su imagen” (Gn 1:27) y aun después de la caída los sere humanos estos son descritos como “hechos a la semejanza de Dios” (Stg 3:9). Aunque actuemos contra Su voluntad, esa imagen permanece y Cristo vino no para negarla, sino para restaurarla en justicia y santidad (Ef 4:24). Interesantemente, esta visión antropológica del ser humano ha servido para el establecimiento de los derechos humanos en el mundo occidental. 

Desde la teología reformada, se entiende que la imagen de Dios en el ser humano quedó gravemente distorsionada por el pecado, pero no destruida. Calvino expresa esta verdad de manera nítida: “Aunque la imagen de Dios no esté completamente borrada en el hombre, ha sido tan desfigurada que cuanto queda es horrible deformidad; por lo tanto, nuestra salvación consiste en ser restaurados por Cristo a la imagen de Dios.” (Institución, I.XV.4). Esta visión afirma que nuestra dignidad básica proviene de haber sido hechos a imagen divina, aunque esa imagen necesite ser regenerada y renovada por el Espíritu. 

Por lo tanto, todos llevamos la imagen de Dios, aun cuando actuamos contra Su voluntad. El problema del pecado no es que nos hace “menos humanos”, sino que nos aleja del diseño que Dios nos dio para vivir en plenitud. Esa distinción se pierde cuando la iglesia sólo señala sin acompañar. La gracia de Cristo nos llama a todos—iglesia e individuos—a rendir nuestras vidas ante la Palabra de Dios. El evangelio no condona o reafirma prácticas denominadas como pecaminosas; sino que las redime. Jesús le dijo a la mujer sorprendida en adulterio: “Ni yo te condeno; pero esta declaración fue seguida por un contundente: “vete y no peques más” (Jn 8:11). Ese es el camino: misericordia que salva y verdad que transforma.

El cuidado pastoral fiel escucha el dolor y camina junto a las personas (Gal 6:1–2), pero no afirma todo estilo de vida. Distingue entre afirmar la dignidad de toda persona—porque Dios la ama—y afirmar comportamientos que la Escritura llama pecado (Ro 1:26–27; 1 Co 6:9–11). 

El llamado de la iglesia es practicar un discipulado paciente, ofrecer comunidad sin prisa por emitir juicios públicos y mantener la verdad de Dios sin renunciar al amor. Jesús mismo nos mostró que la restauración debe comenzar en lo privado antes de llegar a lo público (Mt 18:15–17). La iglesia ha fallado cuando se ha dejado llevar por reacciones mediáticas y ha olvidado la mansedumbre y la confidencialidad.

Por lo tanto, es importante recalcarle a todos aquellos que se encuentra atravesando luchas de índole sexual, que el evangelio no los rechaza. Hay un camino de esperanza donde el Espíritu Santo puede cambiar deseos, sanar heridas y restaurar la verdadera humanidad que Dios diseñó para ustedes (1 Co 6:11). La santidad bíblica no es opresión; es la vida de Cristo formada en nosotros para el bien de toda la comunidad (Heb 12:14–15). La cruz de Cristo tiene espacio para toda historia, toda lucha y toda persona que busca. Ahí es donde encontramos no solo aceptación, sino también la gracia que transforma.

Por otra parte, espero que podamos comprender que, para poder diseminar este mensaje de redención, necesitamos proteger la iglesia y sus instituciones de quienes afirman patrones de vida que esclavizan en vez de liberar al ser humano (Ro. 12:1-2). Nuestro compromiso es evitar la tergiversación del propósito divino para cada vida y cada ser humano. 

La Iglesia de Jesucristo, a lo largo de más de dos mil años de historia, ha tenido que enfrentar ataques externos e internos de esta misma naturaleza. Y sin embargo, guiada por el Espíritu y fundamentada en la Palabra, ha permanecido fiel, proclamando la verdad que libera, ofreciendo al mundo la esperanza del evangelio. La historia está de nuestro lado y ciertamente “no hay nada nuevo bajo el sol” (Ecl. 1:9)

En este esfuerzo por salvaguardar la integridad doctrinal y promover el verdadero florecimiento humano, la Christian Bioethics Network está comprometida a caminar junto a iglesias, ministerios y líderes que desean mantenerse fieles a la verdad del evangelio.

A través de nuestros servicios de consultoría, capacitación y acompañamiento estratégico, ayudamos a fortalecer instituciones eclesiales y educativas para que puedan responder con firmeza y compasión a los desafíos éticos de nuestro tiempo. Nuestro enfoque se fundamenta en la verdad, la justicia y la misericordia, buscando equipar a la iglesia para proclamar el mensaje redentor de Cristo con claridad y relevancia.

Si su congregación o denominación desea orientación experta en ética cristiana y estrategias para preservar la integridad doctrinal en medio de presiones culturales, lo invitamos a ponerse en contacto con nosotros y ser parte de este movimiento hacia una iglesia más preparada, fiel y restauradora.

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